El caballo

Mamá me aleccionó contra las drogas con un libro. Nada de discursos ni de diálogos de tú a tú sobre el asunto. Encargó una novela al Círculo de Lectores y me la dio a leer. Yo Chirstiane F., la historia de una niña alemana de mi misma edad, trece, la edad que yo tenía entonces, en mil novecientos ochenta y cinco, que era heroinómana y se prostituía en una estación de Berlín para poder chutarse.

Christian F

Yonquis conocí después, aunque muy pocos y solo por mi trabajo de abogado. De todos solo me interesé por dos. Uno había sido músico violinista, partícipe de un disco de rock progresivo grabado en el ochenta y dos, el año del mundial de fútbol, que hoy se tiene por obra de culto y es muy codiciado. Al músico y a su pareja, compañera de consumos y desastres, los habían estafado cuando vinieron a verme al despacho. Habían perdido su casa a manos de unos prestamistas de medio pelo. Un chalet valioso, céntrico, una herencia familiar destinada a no durar. Las veces que hablamos, no siendo del caso, yo le preguntaba por su vida de músico. Quise saber de aquel disco del que ya no quedaban copias, ni siquiera una que fuese suya, y por el que había gente entendida, coleccionistas, dispuestos a pagar mucho. Me contó que detrás de aquella complejidad entre sinfónica y psicodélica para iniciados lo que había era un trabajo de estudio propio de oficinistas o de obreros. Estuvimos meses en Madrid, me dijo, de nueve a nueve todos los días, nunca trabajé tanto. Por su mala vida apenas le pregunté porque estaba escrita y era célebre. No la suya, sino la de su generación, la que estaba allí cuando el caballo prendió en la ciudad, al acabar los setenta o al empezar los ochenta, que por ahí fue. Gente de la que se diría bien, del centro, universitaria, profesional, con chalets por heredar, que vivían en el piso de abajo nuestro, o en el de encima, que eran el hijo, la hermana mayor, o que eran médicos, o madres, muy buenos en esto o en lo otro y de los que un día sin más se corría que habían muerto y les quedaba después una cierta posteridad.

Supongo que los prestamistas no dejaron de preguntarse cómo era que tan fácilmente se habían hecho con aquella casa soleada, con jardín, que estaba en una de las mejores zonas del ensanche. Debió ser por eso, por no acabar de explicárselo, que cuando recibieron la querella les faltó tiempo para devolver el chalet. A los otros dos, en cuanto lo recuperaron, el tiempo les faltó para deshacerse de él, aunque esta vez de mejor manera.

El otro yonqui vino después, en el turno de oficio. Era más joven que yo y se había vuelto adicto a la heroína en el instituto. Era otro tiempo y no había generación de la que ser parte. Además el caballo no iba por vena, sino fumado. Nos entrevistamos tres veces. La primera en el despacho, después en el locutorio de la prisión, en la que había entrado de preventivo por otro delito, y la última, el día del juicio, en los calabozos de la Audiencia. Para ser heroinómano, aquel otro tenía buenos dientes, estaba en forma y cuidaba su aspecto, no como el violinista, que aunque llevaba tiempo sin meterse estaba consumido y echado a perder y con todos los signos a la vista.

Chet Baker
Chet Baker. Trompetista de jazz. Dibujado a lápiz por el autor.

Su delito era propio de toxicómanos más bien cuidadosos y poco amigos de la violencia gratuita. Moneda falsa. Falsificada. Falsificada, pero tan mal y grosera que solo pudo colarla a otro más enganchado que él que lo denunció al darse cuenta del timo y al final, aunque la fiscalía pidió para él cuatro años, acabó absuelto. Con este me pudo la curiosidad y el primer día lo interrogué directamente, valiéndome del ascendiente que me daba tener más edad, estar al otro lado de una mesa llena de papeles y ser su abogado. Cómo se engancha uno al caballo, dime. Me contó que en el instituto, que era el mismo instituto en el que yo me había examinado de selectividad, se lo dieron a probar mezclado en un cigarrillo. Eso fue un viernes a la hora del recreo. El tipo notó la euforia muy rápidamente pero después eso pasó y durante días casi no pensó en ello. Pero llegó el miércoles siguiente y entonces le vino a la cabeza y de ahí al viernes no pensó en otra cosa que en repetir. Y el viernes también llegó y esta vez pidió fumar sin esperar a que le ofreciesen, y volvieron a darle y ya no se bajó.

De ninguno de los dos volví a saber. En internet conseguí descargar de un servidor el disco de rock progresivo. Es una música para la que no estoy preparado.

2 respuestas a «El caballo»

  1. Sí señor.

    Muy difícil estar preparado para subirse al caballo y para escuchar música que nace de ello.

    Besos y cuídate del Coronavirus.

    Encarna López

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