Clase de tenis

Jueves. Un tipo en el café relata sus operaciones y cicatrices y citas de hospital a otro que está tres mesas más allá. Como tiene que sobreponerse al ruido de la molienda del grano, a una canción de Elvis Presley y al barullo de la gente, lo dice todo a gritos. A la canción de Elvis no le pongo título pero es de las célebres.

Dos meses de observancia estricta no han conseguido que me haga al café sin edulcorar.

Viernes. Incorporo a la biblioteca el cuarto tomo de los diarios de Salvador Pániker, cuyo conocimiento debo a aquel programa de Sánchez Dragó.

Sábado. Despierto de un sueño en el que paso la noche de fiesta en un pabellón deportivo, bebiendo y conversando sobre China y su geoestrategia sentado en una de las gradas; con las primeras luces, una multitud formada por directivos del partido Esquerra Republicana toma la pista del pabellón sujetos a una pancarta enorme en la que no llego a saber qué está escrito.

Domingo. Desde el coche veo a los niños en su clase de tenis. También escucho por el Spotify, leyéndolo a la vez, un himno-canción de Yusuf Islam. In Sa’altum an Ilaahi / Fa hua Rahman ar-Raheem / Anzala Shara’a Haneefa / Rahmatal il-‘Alameen. Yo no se si esto es árabe fonetizado o qué es, pero acabo memorizando la estrofa.

He leído que hacerse musulmán es de las cosas más sencillas que hay. Quién soy yo para negarme, tal como están las cosas con San Antonio, al que llevamos tiempo encomendados con donaciones y promesas y que no hace sino ponernos a prueba.

Lunes. Juicio a las nueve. Un asunto de fijeza en el sector público. A las dos y media comeré risotto.

Martes. Mi ejemplar de La metamorfosis lo compré en El Corte Inglés de la calle Goya la última navidad de los ochenta. Mi extranjero de Camus es una apropiación, un préstamo no devuelto. Pero a Camus lo dibujé primero, mucho antes que a Kafka.

Miércoles. El miércoles todavía es mañana.