En la cola

En la librería, en la cola de pagar, me precede un hombre que lleva una maleta asida y una gabardina colgada del antebrazo. Ha encontrado una edición rara de Borges, dedicada por el autor en francés y con su autógrafo. La cobradora le pide tres euros y medio por el libro y al tipo se le ve dudar y al final le dice que mejor no se lo lleva. Como soy el siguiente y estoy muy cerca, intervengo y digo que si él no lo quiere ya me lo llevo yo. Hablo sin mostrar interés para que el otro no cambie de opinión, que pareza que me lo quedo solo por hacerle una favor a la mujer y ahorrarle el trabajo de devolverlo a su estante.

En mi turno la cobradora me mira como dando a entender que sabe qué clase de tipo soy, entendido en libros, y me pregunta si tengo dinero. Su tono es de confidente. No se refiere a si tengo para pagar lo que llevo, sino si soy pudiente, porque entonces puede ponerme en contacto con un especialista en ediciones raras y valiosas.

Le digo que bueno, que vale, pero solo por curiosidad, porque no soy un bibliófilo ni perseguidor de curiosidades, y que si lo dice por el libro de Borges, de ese libro me interesa la escritura más que nada, porque es una obra de la que ni siquiera había oído hablar.

Yo también llevo una maleta. Todos llevamos una. Maletas sin ruedas, que cargamos como las de antes. La cobradora me la pide porque tiene que revisarla y mientras hablamos va desmontándola con mucho cuidado, retirando herrajes y bisagras con herramientas de precisión, separando piezas y capas de forro.

Antes de que todo se desvanezca me da tiempo a pensar en la cola que debe estar formándose detrás de mí, que no me atrevo a mirar por miedo a la gente impaciente.