
Ayer, en Coruña, me cité después de un juicio con uno que vendía una máquina de escribir en internet. Una máquina Brother, de la serie Deluxe, modelo 1350. Las Brother eran de manufactura japonesa. Las fabricaba la Brother Typerwriter Corporation en la ciudad de Nagoya, que es una de las más importantes del país. Solo por eso ya tiene valor, por ser un objeto hecho en Japón. Yo tengo algunas otras cosas japonesas, pocas, que considero muy prestigiosas: un clarinete, un piano eléctrico, un libro de Yukio Mishima aún por leer y algunos volúmenes de comic manga que utilizo para copiar el dibujo a modo de ejercicio.
El tipo que vendía la máquina Brother se presentaba como Carlos. Yo le escribí al chat de la aplicación de compraventas desde un bar de los que hay por los Juzgados de Cuatro Caminos. Le propuse cerrar la operación ya mismo, por la mañana, aprovechando que yo andaba por allí. Supuse que con tan poco margen no podría ser, que este Carlos tendría ocupaciones y que me contestaría lamentándose por no haberlo avisado con más tiempo; pero el tipo accedió, contra lo que yo pensaba, y me citó al mediodía en la gasolinera de uno de los polígonos industriales de la ciudad.
Aún tenía un par de horas hasta la cita. Subí a la Ronda de Outeiro al cajero automático, a por los cincuenta euros de la transacción. Después crucé a la librería que hay frente al cajero y del dinero que había cogido para la máquina acabé invirtiendo veinte euros en El colgajo, el libro que el periodista Phillippe Lançon ha escrito sobre su experiencia de herido grave y superviviente de la masacre de dibujantes del Charlie Hebdó en París.
Esto, empezar a disponer de los cincuenta euros de la Brother nada más tenerlos en la mano, no ocurrió por ser yo idiota, sino por un problema con el aparato de pago electrónico de la librería, que no me permitió usar la tarjeta. Hube de cruzar de nuevo al cajero para reponer lo gastado y después entré en una pulpería que admitía tarjetas y comí pulpo sin sal y una filloa con miel, y ya sin tiempo para más fui en busca del coche para llegarme al polígono.
El vendedor me había enviado al wasapp una localización de la gasolinera, y gracias a eso supe que no se llamaba Carlos, sino Teodoro. Por qué falsear un nombre para vender por internet cosas que uno no quiere. Pensé que tal vez fuese por marketing, porque Teodoro no es nombre que favorezca la venta de nada. Me pareció una explicación estúpida la mía y entonces reparé en que lo más seguro es que no haya nadie que utilice su nombre de verdad en esta clase de comercio. Nadie salvo yo, que me había apresurado a escribirle mi nombre en el primer mensaje y hasta los motivos que me habían llevado a Coruña.
Llegué a la gasolinera cinco minutos antes de lo acordado y me dirigí con el coche a la parte de atrás. Dí por sentado que, habiéndonos citado en semejante lugar, lo natural, lo elegante incluso, es que lo que hubiera que hacer se hiciese en la parte de atrás. Estacioné y después, dentro del coche, me dediqué a observar. Allí lo único que se veía era la trasera del restaurante de la gasolinera, contendores de basura, cajas de bebidas apiladas, bidones y todo eso. A la hora prevista para el encuentro, como nadie aparecía, escribí un mensaje a Teodoro.
‘Hola. Ya en la gasolinera. Cambio’.
La respuesta fue inmediata.
‘Yo también. Cambias? No quieres la máquina?’.
‘Perdón, fue el teclado, no cambio. Dónde estás’.
Lo de ‘cambio’ no había sido cosa del teclado.
‘Peugeot negro, estoy dentro, soy una chica’.
Desde mi posición no se veía ningún Peugeot. Una chica? Seguro que una trampa para que no me echase atrás, para que saliese del coche, como si fuese un cabestro, al reclamo de la chica y entonces echarme el lazo y quién sabe qué más. Además me había hecho el gracioso con lo de ‘cambio’ y esa gente no siempre recibe bien las bromas.
Arranqué dispuesto a marcharme de allí. No sé por qué me meto en estas cosas turbias, con el miedo que he tenido siempre a casi todo. Salí por donde había entrado y entonces, al aparecérseme el frente de la gasolinera, vi el Peugeot, un modelo familiar, de gente con niños, grande. Estaba allí detenido, en medio de una gran normalidad de coches respostando, operarios de un surtidor a otro, de gente que entraba y salía de la tienda y del bar. La chica había salido y estaba de pie junto al coche. Manipulaba el teléfono. En aquel momento entró un mensaje en el mío.
‘Dónde estás tú, no te veo’.
Detuve el coche junto a los manómetros para la presión de las ruedas y caminé hacia el Peugeot con el libro de Phillippe Lançon en la mano. Supuse que ella aguardaba algo como eso, un tipo entregado sin descanso al texto escrito. Solo alguien así pagaría por una máquina de escribir en 2019. Aquel lugar estaba lleno de cámaras y personas en movimiento y me pareció imposible que fuera a pasarme nada. Me acerqué a la mujer exhibiendo el libro y con gestos que querían decir ‘aquí estamos’, ‘yo soy’.
‘Estaba aparcado detrás’- dije.
‘Y para qué te pones detrás, llevo aquí un buen rato’ -dijo.
Me explicó que Teodoro era su marido, que estaba en una reunión importante y que por eso no había podido venir.
La Brother la llevaba en el asiento del copiloto. Abrimos la puerta y me la mostró. Estaba en muy buen estado, debió haber tenido poco uso y buena conservación. Había un papel ensartado en el carro, con letras estampadas al tuntún. No era un folio, ni por el color ni por la textura ni por la forma. ‘Lo he puesto yo ahora’, me dijo, ‘para probar’; parecía papel arrancado de una bobina de uso industrial. Seguro que la mujer de Teodoro trabajaba por allí, en el polígono. Apoyé el libro en el salpicadero y tecleé cualquier cosa, pulsaciones sueltas, en la posición incómoda en la que estábamos, los dos de pie fuera del coche, las cabezas metidas por el hueco de la puerta y la máquina apoyada encima de otros bultos en el asiento. Hice unas maniobras con el carro, movimientos rápidos y certeros, porque viese que estaba familiarizado con el producto. Corría perfectamente. Todo iba bien.
Dije algo, supongo que por no resignarme del todo a la ausencia de emoción:
‘Una vez le cogí percebes a un furtivo y también los llevaba ahí, en el asiento del copiloto, para examinarlos, como ahora’.
‘Ah’ -dijo ella.
No dejaban de pasar camiones por el vial.
Le di los billetes que traía y regresé al coche con la máquina.
Ya en la autopista, más relajado, pensé en lo ridículo de haberme presentado a la mujer de Teodoro con el libro en la mano en lugar de dejarlo en el coche. Tan ridículo como si me hubiese hecho notar con dos pelotas de tenis si en lugar de la máquina de escribir hubiese cruzado la gasolinera para comprarle una raqueta. El libro. El libro… dónde he puesto el libro, me cago en la puta.
Llamé al número que tenía.
‘La mujer de Teodoro?, soy Alex, el de la máquina Brother, perdona, es que creo que me he dejad…’-.
‘No, no, se ha equivocado’.
‘Eres Teodoro entonces?’ – la voz había sonado masculina.
‘No, no soy Teodoro’ -.
‘Perdón, Carlos, verdad?’ -.
‘Aquí no hay ningún Carlos ni ningún Teodoro, no insista más’ -.

Y a que viene este rollo? .Perdida de tiempo.
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Pois como leas a Handke, que é moito máis demorado e, en aparencia, aínda di moito menos…
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