A punto de comenzar el verano de mil novecientos noventa y cuatro el Compostela, el equipo de fútbol de la ciudad en la que vivía, ganó el ascenso a la primera división a costa del Rayo Vallecano y de su estrella mexicana Hugo Sánchez. Hubo que jugar una eliminatoria a tres partidos porque después de la ida y y de la vuelta el asunto había quedado en tablas. En tiempos el árbitro hubiera dado el pase a uno de los dos equipos echando una moneda al aire, pero las reglas habían cambiado y la Liga, en el estilo de los organismos que auspician conversaciones de paz, convocó a los equipos a un terreno neutral para el desempate. Por entonces yo era más bien poeta y desentendido del fútbol y a la eliminatoria le había prestado poca atención y no había visto ninguno de los dos primeros partidos. Además en las conversaciones me declaraba neutral, como el campo del desempate, porque yo guardaba memoria de una camiseta del Rayo que fue mía y también del tiempo en Madrid, de niño, en que el autocar bordeaba cada día el estadio de Vallecas camino de nuestro colegio de franciscanos de la Tercera Orden de la Avenida de San Diego.
Las cosas cambiaron con el tercer partido. La víspera acompañé a Manolo Conde y a su vecino Esteban a reservar la entreplanta de uno de los bares del ensanche que conocíamos y en los que de vez en cuando tomábamos cervezas. Como querais, dijo el tipo del bar, pero arriba no hay televisión. La mañana del día del partido le pedí el coche a mamá y fuimos los dos, Conde y yo, a recoger el televisor que sus padres tenían en el piso de veraneo de Portosín para llevarlo al reservado del bar. De regreso, con aquella tele en el maletero, empecé a perder la neutralidad.
Si aquel día me hubiesen preguntado por la alineación del Compostela no hubiera pasado de tres o cuatro nombres, cinco a lo sumo. Ni siquiera los nombres más conocidos, ni el de los mejores, supongo, sino los de silabeo más marcado, Bellido, Tocornal, Bodelón, Modesto, porque es más fácil que esos nombres a uno se le queden al oírlos decir. Si me hubieran puesto al equipo delante vestido de calle, como en una rueda de reconocimiento, solo habría sido capaz de identificar al delantero. Me dirán que eso es porque era el único negro del equipo. Tal vez, pero lo cierto es que solo aquel tipo, Ohen, era algo más que un nombre y de él yo entonces aún podía decir un par de cosas: que era de Nigeria, que lo habían traído del Castilla y que como tenía los aductores de cristal jugaba siempre sujetándolos con protecciones y musleras y por eso en el momento crítico lo suyo era todo o menos de nada: o marcaba o se rompía.
Ohen marcó el primer gol del tercer partido. No recuerdo cómo lo hizo ni la jugada, solo que lo marcó y que los que estábamos en aquella entreplanta, diez o doce, nos echamos al suelo apilándonos unos sobre otros sin dejar de gritar y después no dejamos de brindar con nuestros vasos de litro de cerveza. El Compostela aún marcó dos goles más. No sé quien los hizo ni estoy seguro de que llegase a saberlo aquel día. Después del segundo gol la neutralidad que me había guardado, que era muy poca y por no disgustarme mucho si acaso era el Rayo quien se llevaba el ascenso, desapareció por completo.
Cuando el partido terminó y bajamos a pagar, al tipo del bar le pedí línea y desde la barra, en un aparte, llamé a Carmen. A Carmen la habíamos pretendido Fernando Álvarez y yo al mismo tiempo y ella lo eligió a él y aunque ya habían pasado de aquello cuatro o cinco años yo aún recordaba el teléfono de su casa. Fernando y ella duraron muy poco tiempo y acabaron muy mal y cruzándose insultos.
– Carmen, soy yo, Martín, el del colegio, el del grupo de teatro, te acuerdas- dije.
Ella dijo algo pero la verdad es que casi no se escuchaba nada por el ruido que hacíamos.
– Estamos en primera!!! Hostia!!! En primera!!! -grité-. Espera un momento que se me ha caído el cigarro al suelo, Carmen, no te retires!!! -le dije.
Con la mano tapé el auricular y a Álvarez, que estaba en medio del follón, se lo mostré y le di una voz para que se acercara y se lo pasé.
– Es una de mis primas de Madrid, la que tú conoces, que la he llamado porque es del Rayo y me pregunta por tí.
Lo ví primero hablar, luego interrumpirse, volver a hablar, después preguntar, balbucear, mirarme, colgar y venir hacia mí haciendo ademanes como de agredirme pero como él solía hacerlas peores con los demás lo esperé y nos dimos un abrazo de los de exaltación de la amistad y salimos del bar en busca de la Plaza Roja con mucho escándalo de coros y empujones.

A casi todos los que encontré aquella noche les sorprendió verme descamisado y como un vulgar hoolligan. Al amanecer, o casi, ya de vuelta, me crucé en alguna calle de la ciudad con el Canario, que era un tipo venido de alguna de aquellas islas que estudiaba Historia y que se había convertido en una especie de figura de la noche y cuando se arreglaba parecía escapado del casting de proxenetas de la película Taxi Driver. El Canario era bajo y bastante gordo y tenía un pelo ralo que le formaba guedejas que le caían por la frente y las llevaba pegadas por el sudor o la grasa que exudaba. Con todo, se lo veía siempre rodeado de universitarias y eso era porque su acento isleño, como del Caribe, por lo visto lo hacía irresistible. Cuando nos cruzamos aquella madrugada al Canario lo acompañaban dos, una a cada lado, más altas que él. Caminaba fumando un puro y llevaba la camisa abierta hasta el cuarto o quinto botón y una bufanda del Compostela al modo en que los curas llevan la estola. Yo también llevaba una bufanda, cogida en cualquier lado.
– Martín, muyayo, no sabía que te gustaba el fútbol -. El canario habló justo al pasar a mi lado con aquellas dos y sin detenerse.
Sabía mi nombre porque dos o tres veces nos habíamos encontrado e intercambiado algunas frases en actos con poetas de los que se montaban en pubs de la parte vieja en horas intempestivas y en los que a veces él pedía la palabra desde la barra.
– Ya ves, canario -. Yo tampoco me detuve.
Cuando llegó septiembre pedí en casa treinta y cuatro mil pesetas para comprar un abono en uno de los fondos del estadio. El primer equipo que visitó El Templo, como habíamos empezado a llamar al campo de San Lázaro, fue la Real Sociedad de San Sebastián. El día de aquel primer partido, por la mañana, como no tenía qué hacer, entré a la catedral por la puerta de Platerías y en un banco me senté a leer. La Real tenía un delantero que era bosnio musulmán de Mostar y que no solo había escapado del infierno de su país. También nos hizo dos goles.