I
Al final esta cama, la del otro apartamento, también era como la que describe Georges Perec en Especies de espacios, más larga que ancha. He tenido que medirla después de observarla durante un rato y parecerme cuadrada. Camas cuadradas las he conocido en hoteles de Nueva York y ahora he creído ver una de esas en nuestro dormitorio. A esta clase de visiones deformadas la literatura científica las denomina el sueño de Manhattan. Me he acostado un momento en sentido longitudinal, que es el sentido en el que las personas suelen hacerlo, aunque también hay gente que se tumba en el otro sentido, transversal. Si uno se acostase así sobre un folio de papel se diría a contrahílo. Quienes lo hacen casi nunca son personas maniáticas ni empeñadas en llevar la contraria, solo gente que llega a casa borracha o extenuada y sin recursos para nada que no sea dejarse caer a plomo y con la ropa puesta. Por probarlo todo y ya que estaba, he practicado también un par de esas caídas.

Después de medir la cama y ensayar las formas de echarse en ella quise escribir sobre el tema con la máquina que tengo en este piso, pero no la encontré en el lugar en que debía estar ni en ningún otro.
E. y yo hemos hablado de eso por teléfono porque esta noche estamos en apartamentos distintos y ella ha negado haber hecho nada con la máquina. Ha sido vehemente y tajante y muy creíble, y después de colgar me he concentrado pero tampoco ha funcionado.
Solo cuando estaba a punto de darla por perdida he reparado en la obra que nos están haciendo en la terraza del piso, y en que esta mañana al contratista lo dejé solo en la vivienda y además le proporcioné un juego de llaves para que cerrase bien después de rematar el trabajo.
El contratista es un tipo franco, con rasgos infantiles, más bien infantiloides, que anotó las medidas de la terraza escribiéndolas en la palma de una mano y el presupuesto me lo mostró escrito en el dorso de la misma mano, y que al agacharse por la faena deja al descubierto gran parte del surco que separa sus dos nalgas. Uno tiende a confiar en alguien así lo suficiente como para que tenga las llaves de casa porque alguien así no va hurtar. No va a hurtar en general o no va a hurtar nada que tenga valor de verdad.
Ahí estuvo mi error, he pensado, me he dejado llevar por su llaneza de modales. Los peores criminales saben disimular y confundir a sus vecinos haciéndose pasar por lo que no son, lo he leído.
En el apartamento, a la vista, hay objetos por los que al contratista le darían cincuenta o sesenta veces más de lo que pueda sacar por la máquina. Una buena estilográfica, un clarinete construido en Japón, un cuadro del pintor Martiño. Si se llevó la máquina y dejó estas otras cosas ha tenido que ser por los hierros. No se me ocurre otra explicación. Después de todo la máquina de escribir es un esqueleto articulado hecho de centenares de varillas, martillos y bracitos metálicos, moldeados en una progresión que abarca casi noventa grados de un ángulo y eso por fuerza tiene que tener utilidad para el trabajo de albañil.
Mañana iré a la policía a primera hora. Tengo sus datos, su número de teléfono y hasta el modelo de la furgoneta en la que lleva rotulado Reformas Norberto, que es su marca de contratista. No les será difícil dar con él y con la máquina.
II
Han llamado a la puerta muy temprano. El contratista empezó ayer a las ocho y media en punto por aprovechar el día, dijo, y cuando le dejé las llaves, antes de salir yo camino de mi oficina, aseguró que solo las utilizaría para cerrar la puerta en condiciones, pasando el cerrojo, y que cuando volviese mañana, por hoy, timbraría.
– Sí? –
– Soy Norberto de Reformas Norberto -.
– Un momento -.
En la cocina he cogido uno de los cuchillos de Ikea, uno de hoja corta, más manejable, y he abierto la puerta ocultándolo en la espalda, sujeto con la goma del pantalón del pijama, dispuesto a recuperar mi máquina causando heridas si fuera preciso.
Pero el tipo que apareció no era Norberto. No es que a Norberto yo lo hubiese visto muchas veces antes, solo dos, el día del presupuesto y ayer, pero fueron suficientes para no reconocerlo en el hombre que estaba en la puerta, que era más alto y algo espigado y con el pelo gris y además no vestía de ningún oficio del sector de las reformas, sino con chaqueta americana y pantalón vaquero. Aquel sujeto me resultó tan familiar que me olvidé del cuchillo, y aunque tardé un poco en darme cuenta, reconocí sin duda a Paul Auster el escritor.
– Antes de nada toma esto-, dijo, y me ofreció mi máquina de escribir, que llevaba asida por la funda; al hacerlo se adelantó y entró en el piso. – Ya no la necesito -dijo-, hace tiempo que solo escribo con el ordenador, como unos veinticinco años, pero gracias por habérmela prestado, me vino muy bien para algunos de mis primeros libros, creo que no podría haberlos escrito de no ser por esta máquina-.
Auster continuó hacia la terraza del piso. Hablaba sin detenerse y a mí no se me ocurrió nada que decir.
– Si apuro aún puedo dejar la cosa hecha a la tarde -dijo-, a ver si no llueve, si no llueve puedo dar acabado, lo malo es que llueva, claro, si llueve igual no doy y entonces tengo que volver mañana a sellar las juntas, pero si doy acabado ya paso la llave al salir y después se la dejo en el buzón -.
III
Cogí el teléfono para llamar a E. y que supiese que había recuperado la máquina de escribir. De Paul Auster no iba a decirle nada, no fuera a pensar algo malo. Además Auster y yo no tenemos afinidad aunque él sea de Nueva York, porque solo he conseguido acabar uno de sus libros, así que no sé qué demonios hacía con mi máquina ni en mi apartamento. Yo mismo me he dado cuenta de que no podía ser, de que era otra vez el sueño de Manhattan y por eso a E. le diría la verdad, que el contratista trajo la máquina esta mañana porque ayer se la llevó para hacerle un ajuste y no por robarla, porque él no solo reforma viviendas y hace apaños, también restaura máquinas de escribir y, aunque no lo parezca, escribe novelas ambientadas en Brooklyn, y todo lo hizo por gratitud conmigo, por haber confiado en él y dejado mis llaves sin conocerlo, muy emocionado porque no es costumbre.
Antes de que pudiese pulsar sobre el nombre de E. en la lista de contactos entró su llamada. Contesté. La máquina está aquí, dijo, encima del armario del recibidor, acabo de encontrarla, la trajiste después del verano para ponerla con las otras, no te acordabas o qué.