Truman Capote escribió su novela Breakfast at Tiffany’s en el número setenta de Willow Street, en Brooklyn Heights. Lo leí en la guía de viaje y lo primero que pensé fue que allí donde al escritor lo sobrevive la casa en la que escribió y no la casa en que nació hay un alto sentido de la cultura, porque todo lo que tiene que ver con el nacimiento es casi siempre accidental; uno no lo elige, ni nacer, ni la fecha ni tampoco el lugar y no hay en eso ningún mérito.
La casa de Capote es un brownstone, una de esas viviendas de tres o cuatro plantas que habita gente adinerada y que uno encuentra en ciertos barrios de Brooklyn y de Manhattan, con el frente ocre de arena o de ladrillo y una escalera a la entrada principal, que está en plano elevado y que salva el sótano por el que en tiempos entraba en casa el personal de servicio y hoy es casi siempre una oficina o un apartamento semienterrado pero de lujo.

En la casa no había placa ni distintivo visible ni nada que identificase al escritor Capote ni a su libro. Busqué algún signo por los edificios lindantes, no fuera a ser el número setenta un error de imprenta, pero no encontramos referencia en toda la manzana y entonces sospeché que tal vez la historia fuese en realidad un bulo para turistas pretenciosos o para fetichistas. Después de todo quién puede asegurar lo que hizo Capote allí dentro. Escribir o palmeársela, no hay forma de saberlo. Además no imagino cómo pueda escribirse una novela completa en un solo espacio aunque sea de tres alturas, porque para los cinco párrafos que ocupa este texto yo he necesitado dos países, tres domicilios, una oficina y una trattoria.
Plantado junto al brownstone de la calle Willow, los niños en la escalera de entrada urgiéndonos con voces a marcharnos en busca de un parque, llegué a la conclusión de que por muy alto que sea el sentido de la cultura allí donde al escritor lo sobrevive su apartamento, es aún más alto donde lo sobrevive un bar, un café, un lugar en el que el autor se diese a escribir en público, a la vista del resto, porque el resto podría llegar a confirmarlo en caso de duda o de discordia, y ponernos a los demás a salvo de los bulos y hasta del ridículo.
Por Willow Street, Brooklyn, cruza un niño con el pelo rubio que viste una camiseta del FC Barcelona y carga a la espalda la mochila escolar. Lo sigo con la vista. Cuando pasa junto a nosotros pienso en preguntarle si la que tengo delante es la casa en la que Capote escribió Breakfast at Tiffany’s a finales de los cincuenta, pero prefiero no hacerlo porque no creo que la edad le alcance para saberlo. El niño vive tres o cuatro números más al sur, en una casa que a mí me gusta más que la del escritor. Lo recibe en la puerta una mujer de formas anchas y rasgos centroamericanos ataviada con delantal y gorro y E. y yo acordamos que debe tratarse de la cocinera. He recordado al verlo que a Manolo Vázquez Montalbán no lo sobrevivió ningún bar en el que se hubiese sentado a escribir, sino el restaurante en el que solía comer en el barrio del Raval. Hay lugares, muy pocos, en los que el sentido de la cultura deja de ser alto para ser sublime.
Estas cousas son as que lle dan calor e cor á vida.
Felicitacións polo artigo.
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Una vez más me ha encantado tu escrito. Fotografía incluida!
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Gracias por la lectura y ls comentarios
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