Toca otra vez

Dejé a S. y C. en la piscina para su clase de natación de los viernes. Después crucé al bar del Náutico con la idea de hacerme servir un combinado y esperar la hora de la recogida asomado desde la terraza a una de esas vistas de la ciudad en la que se superponen planos con los mástiles de los veleros, las grúas para la estiba, el puente de un carguero, los edificios de cemento, las casas esparcidas y el pico de un monte y que funciona mejor como ponencia para un simposio de urbanitas que como paisaje.

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Junto a la escalera que conduce al bar, en una sala, una coral de niños ensaya la canción Piano man de Billy Joel. La puerta está abierta. Veo a los niños sentados en una especie de grada. Cantan la canción en español, con la letra que grabó Ana Belén. Los coristas tendrán nueve, diez años, algunos doce o quizá trece. Todos cantan a la vez El hombre del piano con voz de villancico. Cantan la misma voz porque o no hay armonías que extraer o allí han citado solo a los de una cierta línea. Un tipo desde abajo mece una mano en el aire. Es el director. Con la otra mano va tocando acordes en un teclado portátil que tiene delante. También hay una mujer que está sentada a un piano negro de media cola. La mujer toca lo que lee en la partitura que ha desplegado entera porque no hay quien le pase las hojas. Con la mano derecha reproduce la melodía y yo supongo que lo hace por guiar y mantener la entonación. Con la mano izquierda va ejecutando en la parte del bajo la progresión descendente de notas que le dan al tema su sentido musical. La pianista toca el Piano man como tocaría la sintonía de una máquina recreativa, con automatismo e indiferencia. Está de espaldas a la puerta, a mí. Su postura es tan correcta que no concede ni un escorzo con el que poder hacerme una idea de su edad. Pienso en el protagonista de la canción, un buen intérprete venido a menos. Tal vez ella también lo fue y también fracasó. Para el camino de vuelta lo mismo da un night club que un orfeón infantil, aunque las dos cosas juntas ofrecen al pianista una decadencia perfecta, como la de S. Biralbo, el personaje de El invierno en Lisboa.

Los niños del coro cantan ‘pero siempre hay borrachos con babas que le recuerdan quién fue‘ acompasándose con movimientos de sus cabecitas. Qué ha sido del ‘venite adoremus dominus‘ de toda la puta vida. Si yo fuese Toni Soprano iría directo a por el tipo que no ha dejado un momento de mecer la mano y le haría tragar su teclado portátil, no como castigo por poner a niños a cantar la balada de un tipo al que el alcohol le hace temblar las manos, sino en defensa de Billy Joel, de Ana Belén y del mismo pianista alcohólico de la canción.

Yo tenía quince años el día que nuestro tutor me sacó de clase –colle a guitarra, Martín, me dijo-, me condujo a su despacho de jefe de estudios del colegio y me sentó frente a él:

– A ver Martín, como é ese canto que preparades para o festival de primaveira, quero escoitalo.

– Home… bueno… é unha canción de agora… está de moda, xa sabe, irmán.

– Pero unha canción de quen, quen a canta.

– Pois… un cantante… que se chama.

– Que se chama como?

Loquillo 

Quen? -yo hablaba cada vez más bajito, mirando al suelo.

Loquillo y los Trogloditas

– Xa, e a canción como se titula.

– Xusto o nome agora non me sae  – eso era mentira, era una canción muy famosa que se llamaba La mataré-.

– Pois colle a guitarra, Martín, e toca, a ver como é.

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Toca puede ser una orden muy siniestra. Lo supo el cantante Víctor Jara, el chileno. Desenfundé mi guitarra española, que había sido de papá y que conservaba un sonido apagado y penoso. Empecé con el riff de la entrada, haciendo quintas con las cuerdas gruesas. El aire que yo necesitaba de los pulmones, o de la barriga, no me llegaba a la garganta. Empecé:

Yo la sentaba en mi regazo y enloquecía solo a su contacto. La he conservado en la memoria tal como estaba, siempre a mi lado.

Después de cuatro o cinco frases en ese estilo seguí, cada vez con menos fuerza:

Me emborrachaba entre sus brazos, ella nunca bebía ni la ví llorando. Yo hubiera muerto por su risa, hubiera sido su feliz esclavo. 

Aquel hombre que me miraba fijamente, viéndome golpear los bordones de la guitarra, era un religioso. Cuando ataqué la última parte creo que ya no se me escuchaba aunque estuviésemos cerrados los dos en un despacho de no más de tres metros de lado:

Quiero verla danzar entre los muertos, la cintura morena que me volvió loco.

Llevo un velo de sangre en la mirada y un deseo del alma: que jamás la encuentre.

Solo quiero que una vez algo le haga conmover, que no la encuentre jamás o sé que la mataré.

No estoy seguro, no lo estuve entonces, de haber llegado a cantar la última frase:

Por favor, solo quiero matarla a punta de navaja besándola una vez más.

– Vale Martín, volve a clase, anda. Hubo en su expresión misericordia, tan mal debió verme.

En el festival de primavera subimos a cantar al escenario del flamante teatro del colegio dispuestos como un coro sobre un estrado en escalera. A mí me reservaron una silla para hacer acompañamiento con la guitarra. Nuestro tutor esperó a que estuviésemos listos. Yo rasgueé un do o un sol o lo que fuera en que había que entonar y a la señal convenida empezamos a cantar con voz de villancico:

Tirei un limón a rolos, na túa porta parou. 

Se o limón quedou prendado, ailalá, que fará quen o tirou.

Fun a Canabal, Canabal eu fun 

fun a Canabal por ver unha nena

Fun a Canabal, Canabal eu fun

teño de ir e vir sempre que ela queira.

El curso que siguió a aquél cambiamos de tutor. Al acercarse la fecha del festival de primavera un día me preguntó qué estabamos preparando.

– Una canción de Víctor Jara -le dije.

– Víctor Jara? Cuál? Te recuerdo Amanda?, A desalambrar? – aquel hombre también era un religioso.

– No, una que se llama El derecho de vivir en paz.

– Y cómo es, tócala.

Cogí al guitarra y ejecuté un arpegio. Empecé:

El derecho de vivir, poeta Ho Chi Minh…

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