
Recibí clases de voleibol dos horas a la semana durante cuatro meses. De febrero a junio de 1983, cuando hacía el quinto curso de EGB. Lo normal hubiese sido empezar en septiembre, con el curso, y no en febrero, pero en febrero cambiamos de ciudad y de colegio y mamá pensó, y yo también, que apuntarme a cualquier cosa extraescolar me ayudaría a hacer nuevos amigos y favorecería la integración.
En voleibol, como no éramos muchos, en los entrenos nos mezclaban a niños que abarcábamos tres o cuatro cursos, del quinto al octavo. El revuelto dio buen resultado porque conocí pronto a un par de mayores, de los de octavo. Ser amigo de dos de octavo, y dejarse ver con ellos en el patio, facilitaba la integración mejor y más rápido que ninguna otra cosa. La integración y el respeto ajenos, sobre todo por ser uno de aquellos dos el conocido como El Mogollón, o Mogollón a secas, o Mogo, uno al que llamaban así por lo grande que era de tamaño.
Con treinta sesiones de voleibol, que fueron las que yo gasté, se aprenden bien las reglas de juego y las técnicas básicas, recibir con los antebrazos, colocar la bola, colocarse uno, tocar con las yemas. Mates sobre la red no hacíamos porque la altura no nos daba, y los servicios, el saque, lo ejecutábamos desde abajo y no desde arriba porque la fuerza tampoco alcanzaba. Aunque Mogollón sí que podía hacer esas cosas por altura, era torpe de movimientos, precisamente por su envergadura, y cuando en los partidillos veía opción para un smatch iba con todo, grito incluído, como un oso, y echaba a perder el punto porque era incapaz de no tocar la red.
El voleibol desapareció del catálogo de extrescolares el curso siguiente porque al entrenador lo llamaron al servicio militar, y como la demanda no era mucha en el colegio prefirieron amortizar el puesto y la actividad antes que buscar otro monitor. La pista se conservó, dibujada en el cemento junto a la puerta del bar del colegio, con sus postes para la red anclados al mortero del suelo, y el voleibol siguió jugándose durante algunos años más en los torneos que se organizaban en otoño y primavera y que enfrentaban entre ellas a clases del mismo curso y de cursos contiguos en los deportes habituales de equipo, el fútbol, el baloncesto, el balonmano. También el voleibol. Mientras duró, yo participé siempre en el equipo de voleibol de mi clase y supongo que no solo por mí, pero sí por mi aporte, que no era menor, porque era el único algo instruído en la técnica, ganamos todos los partidos hasta que el voleibol dejó de jugarse.
Una mañana, cuando el que hacía octavo de la EGB era yo, mi nombre sonó por la megafonía del patio con la orden de presentarme de inmediato en la portería del colegio. La portería era un gran centro de intercambio de recados y citas. El que aguardaba por mí aquel día era el profesor de educación física, que además era el jefe de todo lo que en el colegio tuviese que ver con el deporte y que con el tiempo llegó a serlo, el jefe, del medio fondo español nada menos, que fue siempre la élite del atletismo nacional.
Se disputaba el torneo de primavera de aquel curso y él lo organizaba todo, los cuadros, los cruces, la cartelería, la compra de trofeos. Me dijo ‘Martín te voy a poner de árbitro para la final de voley de los mayores, puedes no?’. Con ‘mayores’ quería decir los más mayores que había, la gente que hacía el tercero de BUP y el COU; y con ‘puedes’, a modo de interrogante, se refería a si podía por horario, nada más, lo otro lo daba por sentado. Aquel tipo aún me tenía asociado a la exigua minoría que alguna vez entrenó voleibol y que conocía el juego mejor que el resto.
La final la jugaban un equipo de tercero de BUP contra otro de COU. El de tercero era el de la clase de Mogollón, que había crecido manteniendo la proporción y seguía siendo enorme. El día del partido, antes de la hora, fui al despacho de deportes a coger lo necesario: un silbato y una tablilla con folios en los que anotar el tanteo y reseñar lo demás que fuese preciso. Espera que bajo contigo, me dijo el profesor. Supongo que entonces pensé que aquel tipo era consciente de que hay algunos momentos en la vida en los que pocos años de distancia separan mucho a dos grupos de edad y de que uno de esos momentos ocurre con los trece que tenía yo y los diecisiete y dieciocho que tenían los jugadores, y que por eso me acompañaba a la toma de posesión como árbitro del partido. Después, en la cancha, me dí cuenta de que lo de la edad no le importaba demasiado y de que más bien era consciente de otra cosa, y era que los deportistas que había en el colegio escogían siempre participar en los equipos de fútbol y basket para competir y lucirse en aquellos campeonatos; que los fuertes y bienintencionados preferían el balonmano y que los restos caían en el voleibol, mucho menos visible que las otras categorías. Por eso me acompañó a la pista, para presentarme y poner las cosas claras a los que tuviesen la tentación del abuso y la poca seriedad. De camino me dijo que al menor incidente suspendiese el partido y fuese a buscarlo, y eso mismo lo repitió en la pista para todos, con advertencias de tener que vérselas con él a los que no atendiesen la órdenes.
Allí había punkis, heavys, rockabillys y pijos a partes más o menos iguales, vestidos de deporte y distinguibles solo por el peinado.
Continuará.
As palabras precisas e ningunha de máis.
Que poucas persoas saben facer iso.
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Espero que continúe
Quiero saber si gano el equipo de Mogollon
Encarna López
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