La verdad es que salir al encuentro de la Historia puede resultar engorroso, sobre todo cuando se aproxima la hora de comer y hay que desviarse de la autovía para alcanzarla. Condujimos adentrándonos en la Tierra de Campos por carreteras de todas las competencias, del Estado, de Castilla, de Zamora, de la comarca, del poeta Machado. Yo encabezaba la caravana de dos coches. A mi tío lo vigilaba por el espejo retrovisor con el pensamiento de que en cualquier momento iba a hacer uso de su ascendiente consanguíneo y, con una señal de luces, iba a obligarme a dar la vuelta a Benavente porque pasaban de las tres de la tarde y la Tierra de Campos no hacía sino despoblarse cada vez más a medida que avanzábamos y cundió la impresión de que en realidad no íbamos a llegar a ningún sitio.
El pueblo del restaurante estaba al pie de un campanario que divisamos cerca de las tres y media y de primera impresión, al verlo, estuvimos de acuerdo en que los socialistas del sur habían escogido muy bien aquel lugar en el medio de la nada para sus operaciones, porque solo un satélite de la CIA podría haberlos localizado.
La mesa que nos habían guardado no estaba en el comedor, como las de los demás que poblaban el local, sino en una sala apartada, más para estar en ella que para comer, a la que llamaron la biblioteca porque en ella había un par de estantes con libros y también sofás y una chimenea. Una sala para comer y después sestear, o conspirar, alejada del bullicio del comedor.
Estaba claro que los socialistas no solo habían elegido aquella casa de comer, sino que por fuerza habían urdido el golpe justo donde estábamos nosotros. Bastaba mirar al sofá para ver una escena con gato en el regazo de la presidenta andaluza y brandy oreándose en copas abombadas.
Nos dejamos aconsejar por el encargado. Yo lo previne de que debía conducir de vuelta a Vigo y que prefería comer ligero y al final el tipo me embaucó, no sé cómo, y acabé aceptando entrantes de escabeche, un plato de lentejas y mondongo y media pierna de cordero. Esto me sucede a menudo porque la educación judeocristiana me hace confundir la idea de no hacer el mal con la de no rechazar los platos que a uno le ofrecen fuera de carta.
Entre los libros que había en el reservado encontré una de las primeras ediciones de Donde la ciudad cambia de nombre, la novela de arrabal que Paco Candel escribió a finales de los sesenta, y un ejemplar de El Príncipe de Maquiavelo. Así que Maquiavelo. Aquí están las pruebas, dije como si hubiese encontrado una uña postiza de Susana Díaz. Los golpistas se habían dejado olvidado el puto manual de instrucciones en la escena del crimen.
Después de las lentejas mi prima propuso que escamoteásemos El Príncipe. Me negué: el libro debe quedarse aquí para cuando la historia se escriba, le dije, y si es necesario yo mismo la escribiré para que el mundo sepa cómo María Dolores Pradera y sus dos gemelos de la guitarra lograron aquí, a dos pasos de Villalar, tumba de los Comuneros de Castilla, lo que la dictadura de Franco no consiguió en cuarenta años, partir el PSOE. Todo este tremendismo categórico un tanto azuzado por vino de la tierra se vino abajo muy rápido porque a la que apareció el encargado por ver qué tal nos iba mi tía, que había elegido cordero igual que yo, le protestó por habernos servido una pierna para los dos y no a cada uno su paletilla. El encargado ofreció una explicación muy convicente, aunque a mi tía no la convenció porque mi tía oye mal y el hombre estaba detrás de ella y los dos mantuvieron un diálogo descoordinado hasta que mi tío resolvió la escena con uno de sus recursos habituales:
Es que es de Bilbao, sabe, de la margen izquierda.
El encargado, al oírlo, se deshizo en suavidades y hasta ofreció llevarse de allí la parte de la pierna que mi tía había empezado a comer, que era precisamente la paletilla, y traerle otra paletilla pero asada ella sola.
De haberme llevado algo de aquella habitación yo me habría ido con la novela de Candel porque justo aquella mañana, mientras esperaba a mis tíos en un café de Benavente, encontré referencias a ella en uno de los suplementos literarios del sábado. No la robé, la novela, porque la educación judeocristiana además de forzarme a aceptar las sugerencias del chef, incluso poniéndome en peligro, me incapacita para el hurto.
A los postres hicimos venir al encargado. Sabe por qué estamos aquí, le pregunté. Le conté el relato mientras el tipo aguantaba de pie, sin dejar de mirarme, con cara de haberlo escuchado antes. Mencioné la tertulia de la radio, la llamada al periodista y todo lo demás. Me parece muy bien, dijo, pero esa comida que dicen no fue aquí y mi jefe está hasta los cojones de ese sambenito. Su jefe, el dueño del restaurante, era el Alcalde socialista del pueblo. El encargado habló en tono amable, sin perder la cordialidad, pero mi tía, que esta vez lo tenía enfrente, lo miró fijamente, con ojos de haber nacido en Erandio y haberse despachado una paletilla y lo que no era paletilla. No me joda, le dijo. Bueno…, dijo él, al menos yo no los ví. Eso ya es otra cosa.
Excelente, Alex. A maioría do que leo faiseme longo ás catro liñas. O teu faiseme curto. Pero din que para comer ben hai que quedar con algo de fame.
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Es moi xeneroso, Manuel. Grazas.
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