Cenicienta

Viéndolo a Víctor, el camarero de la isla Do Faro, nadie diría que su hechura de espalda ancha de palista de la ría y de piernas cortas pudiese acoger alguna clase de perfección y sin embargo la relación entre su estatura y su ancho bien podría encajar en la regla de la proporción áurea, siempre que dejásemos fuera los extremos, la cabeza y los pies. Desde antiguo se sabe que la proporción áurea confiere a las figuras que la respetan la condición estética de bellas, aunque no creo que el tipo que formuló este principio pensara en alguien como Víctor, sino más bien en otra clase de figuras,  casi todas arquitectónicas.

Víctor sirve las mesas del restaurante con el que uno se encuentra de camino a la parte buena de la playa y a veces, nos dijo, lo traen del continente y después lo devuelven en una de esas planeadoras que utilizaban los narcos para las descargas y que vuelan sobre el mar.

Un par de días antes del viernes telefoneamos para que nos apartasen mesa para la cena. Cuántas personas dice? Cómo no, aquí la tendrá esperando, buenos días. Gracias pero tendré que darle mi nombre para que usted lo anote en la reserva, no vaya a ser. Bueno, como quiera. Este detalle debió habernos puesto en sobreaviso. El viernes, a la hora convenida, no había mesa apartada para nosotros ni tampoco mesa libre. Víctor (ninguno sabíamos entonces que se llamaba Víctor) se hizo cargo de nuestra desolación. Recorrió con la vista la terraza y escogió una mesa en la que cenaban personas en número aproximado al nuestro. Señaló con la nariz porque en cada mano cargaba una torre de platos. Aquella era la vuestra, dijo, pero se han sentado unos portugueses, maldita sea. Pero si habíamos reservado. Ya, pero se han sentado unos portugueses. A Víctor la barbilla le pingaba como a un finalista de Roland Garros. Insistió en lo de portugueses, acentuando la primera e, como dándonos a entender que de haber sido nacionales los habría levantado a golpes si hubiese hecho falta pero tratándose de portugueses entraban en juego las relaciones internacionales y él no quería dar motivo a ninguna clase de crisis.

El panorama se presentó desolador. Rondaban las diez y media, teníamos niños a los que alimentar y demasiada gente esperando turno y entonces Víctor, nadie sabe bien cómo, armó una mesa para diez donde resultaba imposible y después lo vimos cumplir, correr con pasito corto, como un juguete, cargado con fuentes de ensaladas y pescados y también subir y bajar peldaños de dos en dos llevando platos y vasos en cada brazo, todos los que abarcaba. Ya en la sobremesa, para entonces sabíamos su nombre, le dijimos Víctor mañana volveremos para comer y queremos que nos guardes una mesa. Cómo no. Os la guardo donde querais. Queremos ahí, donde la terraza forma balcón, en el mirador. A las dos y media. Contad con ella.

El sábado, a la hora convenida, no había mesa apartada ni tampoco mesa libre. Víctor tardó un rato en aparecer. Cargaba una pila de platos que no dejaba ver su cabeza. Me la han jugado chicos, maldita sea, aquella era vuestra mesa. Aquella no supimos cuál era porque Víctor ni siquiera podía hacer gestos con el mentón, escondido tras los platos. El barullo de personas aguardando era peor que la primera vez. A punto de perder toda esperanza, resignados al ayuno forzoso, Víctor volvió y apareció una mesa donde antes no la había y todo lo demás. Al acabar lo invitamos a una copa. Quiero decir que pedimos una copa de más con los cafés y se la ofrecimos y Víctor a cada poco, si tenía una mano libre, paraba un momento la carrera y daba un trago y las gracias y también dejaba un charquito del goteo de su barbilla en el suelo, entre los dos zapatos. Dejamos una buena propina. Mira Víctor, aquí te va una propina considerable. Esta noche, después de la playa, vamos a volver para cenar. Queremos la mesa con vistas para ver la puesta. Vendremos pronto. No nos vayas a joder esta vez. Id tranquilos.

Por la tarde, de camino a la playa, nos detuvimos en el restaurante. Las mesas estaban montadas. Nadie había llegado aún para cenar porque no era hora. A Víctor lo vimos merodear. Cuál es la nuestra. Aquélla, dijo. Aquélla cual. En realidad Víctor no señalaba ninguna mesa. Aquella de allí. Allí era toda la terraza del restaurante. La de nueve, dijo. Somos diez, Víctor. No importa, eso se arregla. Estaremos aquí dentro de una hora, no nos falles. Un poco antes de las nueve dejamos la playa y nos encaminamos al restaurante. Apresuramos el paso y por culpa de eso resbalé y me caí al suelo un poco desbaratado y como un dominguero porque llevaba a la espalda mi guitarra, botellas de agua en la mano, toallas al cuello, un sombrero de paja y dos mochilas cogidas por un asa.

No había mesa apartada ni tampoco mesa libre. Reconozco que en el fondo esto nos alivió. Creo que si Víctor hubiese cumplido y nuestra mesa hubiera estado dispuesta nos habría decepcionado. Después de todo, que a uno le reserven mesa para la cena en una isla semivirgen resulta excesivo y pequeñoburgués.

Me la han vuelto a jugar, maldita sea, ya os contaré.  Esto lo dijo Víctor haciendo gestos de negación con la cabeza y dando sacudidas con la mano libre de vajillas, como si describiese un conflicto laboral o incluso algo peor a cuenta de nuestra mesa. Para entonces sabíamos que aparecería una mesa y apareció, aunque esta vez la montase ocupando el camino de los bañistas, que regresaban de la playa esquivándonos. Víctor tráete una copa para ti. Le dimos de nuestro vino y brindamos con él con licor-café.

Dinos una cosa Víctor, aquí se reservan mesas o no se reservan. Pues… eso lo preguntáis a mi jefe. Pues dile a tu jefe que salga. Mi jefe nunca sale.

Después del licor-café Víctor se despidió con apuro. Llevaba puesta una de esas sudaderas con capucha a la espalda porque había empezado a refrescar. A las doce se marcha la planeadora, nos dijo. Si no llego estoy jodido. Lo ví echar andar en dirección a la playa y creo que fue en ese momento cuando se me figuró lo de la proporción áurea. Distraje un momento la vista, apenas un segundo, y para cuando volví a mirar en su dirección, se había esfumado.

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Boceto de Víctor dentro de la proporción áurea camino de la planeadora. Por el autor.

 

4 respuestas a «Cenicienta»

  1. Ayer me divertía en la isla de Ons, me hacía pensar en la nturaleza humana, en la picaresca y en la inocencia, en la supervivencia y en un modo de vivir y desesperando y riendo sin parar.
    Hoy la lectura de tu artículo me parte el alma, me indigna y siento que el mal gana …pero me consuela saber que hay voces que, como en tu artículo, claman, difunden concencia…nos queda la palabra!

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